Eso ocurrió un día cualquiera del año 2002. Tres años antes, el Chancho estuvo presente en la consagración de Talleres. Sentadito en el banco. Pero ahí. Ante un Chateau repleto. Él vio a Maidana saltar más que nadie para cabecear aquella pelota. Estuvo en la concentración. Escuchó la charla previa del Tigre Gareca. Y festejó aquella Conmebol ante el ignoto Deportivo Alagoano de Brasil, en 1999. Claro que festejó. Si era un jugador de Talleres. Con 16 años y sin poder debutar aún. Pero jugador al fin.
Es que el Chancho, Luciano Dávila, hoy de 26 años y volante central de Las Flores en nuestra Liga Cordobesa, era una de las promesas de aquella famosa camada ‘84 de la T. Junto a la Chancha Zárate, Chucho Becerra, Rodrigo López, Ezequiel Lázaro, Emanuel Giménez y cuantos más. “Y llegaron todos, eh”, rememora.
Pero, un tiempito después, llegaría el día que le cambió la vida. El primero. Práctica de fútbol en La Boutique. El Chancho juega para los suplentes. Mete. Corre. Distribuye la pelota. Manda. Como siempre. Y también va a buscar una pelota arriba con el Leche La Paglia. Entonces, chocan las cabezas. Y el susto de todos espanta. “Chancho, Chancho”, le gritan sus compañeros. Y nada. El Chancho sigue en el piso. Inmóvil. Medio muerto.
Ahí nomás lo llevarán a una clínica y el diagnóstico dirá conmoción cerebral. “Vaya haciéndose la idea de que no va a poder jugar al fútbol por un año y medio, o más”, le dirán los doctores.
Pero se sintió bien mucho antes. Y volvió al club, aunque con cinco kilos de más. Pero ya no estaba Marcelo Bonetto. El técnico que tenía debilidad por su juego. Y por quien el Chancho era capaz de todo. Tampoco estaba Gareca, el DT que lo subió a Primera. “No te vemos bien, Chancho. Te vamos a dejar libre”, le dijo el Nene Solazzo sin anestesia. En su casa, papa Guillermo puteaba y mamá Alicia se lloraba la vida. Sintieron que se caían las paredes de la humilde casa en barrio José Ignacio Díaz III sección. El sueño de que el Chancho llegara a Primera se derrumbaba. Fue ese día en que cambió su vida. En el que decidió enojó con la redonda: “Me sentí frustrado. Defraudado. No quise saber más nada. Ni campeonatos de barrio ni con mis amigos. No jugué más al fútbol”.
Ni quiso escuchar a Emeterio Farías, hoy presidente de la Liga, que tenía todo listo para llevarlo a San Lorenzo, en Buenos Aires. “Mis viejos sintieron un bajón muy grande, porque tenían una ilusión enorme. Querían que yo llegara. Pero creo que finalmente me entendieron”, agrega. “Es un guerrero, pero se sintió defraudado. No hubo forma de convencerlo para volver. Él es así. Firme con sus ideas”, comenta su viejo, hundiendo el lomo en un sillón verde.
Cartón lleno. Y la malaria fue completa para los Dávila. En el 2001, papá Guillermo se quedó sin laburo en la fábrica de vino Toro. Y las changas familiares no daban para sobrevivir. Entonces, un vecino tiró la idea. “¿Por qué no salen a cartonear? Se paga bien, eh”. Y allá fueron. Con la indemnización del viejo compraron un Renault 11 modelo ‘87 y se lanzaron a la aventura de juntar cartón. “Salíamos a la noche. Y juntábamos 70 ó 100 kilos por jornada. En ese momento se pagaba 50 centavos el kilo. Y se hacía buena moneda. Hace 10 años era plata”, afirma Luciano. “Era rentable. En casa siempre decimos que nunca comimos como en ese tiempo. La heladera estaba siempre llena. Yo no reniego de mi pasado”, afirma, con los ojos azules que inspiran confianza a quien lo mire. A su lado, su mujer Celeste le aprieta la mano bien firme, mientras acerca unos sánguches y gaseosa en su casita, unas cuadras más allá de la de sus viejos. Donde se crió. Donde aprendió a mimar a la pelota. Y a donde lo descubrieron, para llevarlo a Deportivo Colón (era la fusión de Avellaneda y Escuela Presidente Roca) a los siete años. Ahí arrancó todo. “No soy de contar mucho mi historia. Pero no porque me de vergüenza decir que fui cartonero. No tengo drama”, asegura. Ya en su casa paterna, invita a Día a Día a mirar la reliquia. “Ahí, arriba del techo, está el carro que usábamos para cartonear. Suban, suban”, dice. Hay una escalera de madera (“seguro que la encontramos cartoneando”) y allí está. Invadido por el paso del tiempo. Pero intacto. En él, salieron cada noche durante más de dos años. Con frío. Con calor. Sin ganas. Con sueño. Con hambre. Y siempre había alguna sorpresa. “Es increíble las cosas que la gente tira. En casa se quedaba mi vieja y ella hacía toda la selección. Le traíamos frutas y verduras. Y ella hacía dulces, conservas. De todo. Teníamos la heladera llena”, se ríe.
“Acá en casa decimos que tenemos el carro ahí arriba por las dudas. Mirá que tiramos un montón de cachivaches del techo. Pero el carro lo conservamos. Si vuelve la mala, es cuestión de agarrarlo y salir a cartonear de nuevo”, se sincera. Pero, después de mucho andar, el Renault 11 no dio más. El viejo Guillermo encontró laburo en una obra y se bajó del cartoneo. El Chancho siguió, junto con su hermano menor, Mauricio. “Ahí agarramos la bici. Y yo no quería salir solo, porque cuando te bajas a buscar el cartón, te limpian la bici y todo... Así que le dije a mi hermano que íbamos a encontrar chocolates, dulces, juguetes... Y lo convencí para salir. Llegamos a la primera esquina y encontramos una bolsa grande con todas esas cosas que le había prometido. La puso Dios... De ahí, salimos siempre juntos”, tira Luciano, con los ojos empañados.
Dale bola al estudio. El Chancho siempre fue un emprendedor. Si sus viejos recuerdan que a los 8 años ya juntaba botellas para vender. “Siempre fue ciruja”, lo chicanea su viejo. “Siempre quiso crecer, progresar”, lo elogia la mamá. Por eso, Luciano se inscribió en el Ipef y empezó a estudiar Educación Física mientras cartoneaba. “No era tan bravo. Podía hacer las dos cosas al mismo tiempo”, recuerda. Todo cambió cuando Silvina, la única mujer en la escalera de cinco hermanos (Mauricio, Luciano, Daniel, Silvina, Gabriel y Leonardo), puso una panadería. “Ahí abandoné el cartoneo. Y fue el peor error. Porque entraba a la panadería a las nueve de la noche y salía a las siete de la mañana. Me iba derecho a la facultad, amanecido. La pasé muy mal. Fue una época fea”, recuerda.
Así y todo logró recibirse en cinco años, “aunque la carrera se hace en cuatro”. Y allí llegaría el segundo día en el que le cambió su vida, en el año 2006. Carlos Toledo, el DT que lo tuvo de chico en Avellaneda, lo necesitaba. “Me hace falta un PF para Los Andes”, le dijo. “Pero mirá que no quiero jugar Carlos, eh... Voy a ser preparador físico y nada más”, avisó el Chancho antes de aceptar.
Pero en los picados de la pretemporada siempre faltaba uno. “Entrá, Chancho”, insistió una y mil veces el DT Toledo. Hasta que Dávila aceptó. Entonces, aquel jugador muerto dentro suyo despertó. “Me picó otra vez el bichito. Y no pude hacer más nada. Tuve que volver a jugar. Ese año ganamos todo. Ascendimos... Fue una temporada bárbara”, dice el 5.
Mientras tanto, comenzó a entrenar a un gordito amigo de Los Andes que quería bajar de peso en el Parque Sarmiento. “Le hice la psicológica. Que a sus hijos los iban a cargar en el colegio con un papá gordo. Y se enganchó. Bajó 20 kilos. De ahí, me empezaron a llamar todos”, dice. Hoy, tiene 20 chicos y chicas que entrena lunes, miércoles y viernes por la noche en el Parque. Vive de eso. Y muy bien. “En verano llegué a tener más de 60 alumnos. Además, estoy inscripto en algunas escuelas... Pero eso tarda mucho más”, afirma. Entonces, la bola de su retorno se corrió rápidamente. Y otra vez los Farías fueron a buscarlo, hace un par de años. Esta vez la opción era Sportivo Belgrano de San Francisco. Para intentar, otra vez, ser jugador profesional. “Dije que no. Yo soy muy mamero, papero, amiguero... Soy de acá. No me quería mover y dejar todo. Mis alumnos. Mis cosas. Así que no acepté”, recuerda.
Y siguió en la Liga Cordobesa. Hubo varios interesados en él. Pero su DT Toledo fue contratado por Las Flores. Y allá fue el Chancho. “Hace dos años que ya estoy acá. De enero hasta julio estuve en Avellaneda. Pero no me cumplieron con la palabra y me volví. Al fútbol lo tomo como un trabajo. Vengo a entrenar y cuando los pibes se van a tomar la coca, yo me voy a mi casa. Tengo familia”, asegura, mientras planea su nuevo proyecto: unas cabañitas en Cosquín que están construyendo con su viejo. “Ahora lo seguimos cada sábado. Juntamos los chicos, los perros, el mate y nos vamos. Andá algún día a ver Las Flores. Donde veas toda la mugre, estamos nosotros”, dice Alicia, su mamá.
Ahí está el Chancho. Feliz. Como aquel pibito de 16 años que fue campeón con Talleres. Como este que vive un presente lleno de proyectos, a los 26. Esperando, seguramente, un nuevo día que le cambie su vida.
“Luciano es un ejemplo”La historia de Luciano Dávila, de 26 años, es una de las tantas que conviven en la Liga Cordobesa. “Hay muchos luchadores como Luciano. Chicos que dejan todo por el fútbol. Pero él caso de Dávila es ejemplar. Además, es una de las figuras de Las Flores. Un excelente jugador y mejor persona”, lo define el Secretario General de la Liga, Basilio Guerrero, con quien habla “dos o tres veces” por semana por teléfono. “Es un grande Basilio. Un emblema para todos en la Liga”, lo elogia el Chancho.
Otro de los personajes que lo marcaron a fuego es Marcelo Bonetto, hoy DT de Racing, quien en su momento lo dirigió en las inferiores de la T y, el año pasado, se cruzaron afectuosamente luego de un amistoso entre Instituto y Avellaneda.
“Es un líder por naturaleza, te convence con la palabra, con el trabajo. Lo conocí en Talleres, lo llevamos de Avellaneda. Un pibe bárbaro. Un chico muy inteligente. Podría haber llegado mucho más. Por ahí no tuvo la suerte necesaria. Buen jugador, pero una gran persona. Un ganador con todas las letras”, expresó Marcelo.