lunes, 20 de agosto de 2012
INSTITUTO: MASTROSIMONE ¿TE ACORDAS?
Lleva la piedra atada a su zapato derecho. Levanta tierra en una calle desolada de Salsipuedes. Pisa la piedra para acá. La acomoda para allá. La sigue llevando y le tira un caño a un defensor que no está. Un vecino que toma mate afuera de su casa en una reposera lo pispea de reojo. “¿Quién será esté loco?”, se pregunta y ceba otro verde.
Sigue caminando por el medio de la calle. Anda a pata y hace un frío que te manosea aunque tengas el camperón más grande cubriéndote el lomo. Pero él se entretiene con esa piedra. Como si fuera un fútbol de cuero. De esos de antes. Parece que estuviera en La Bombonera, aquella tarde del ‘81. Cuando un tal Maradona (y todo un país) se aprendió su apellido para siempre.
“¿Lo ves al tipo aquel? El de la piedrita. Bueno, era Mastrosimone”.
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Hay que subir y subir para llegar hasta allá. Para encontrar su casa. “Dicen que vive cerca del tanque de agua”, aseguran los vecinos de Salsipuedes que lo ven pasar a la mañana hacia el pueblo. “Vos preguntá, que por allá dicen que vive Mastro”.
El tanque de agua está cada vez más cerca. Afuera de una casa a medio terminar barre una señora de pelo cortito y sonrisa larga.
–Señora, ¿sabe dónde vive Mastrosimone?
–Sí, vive acá. Ya se lo llamo– devuelve con una amabilidad que cautiva.
Pasan apenas unos segundos y aparece por la puerta él. A un costado, torea su perro: Napoleón.
–Cuando lo suelto, hace estragos. Así que cuidate. Pero vos tenés cara de buen pibe. Vení, pasá. Vamos a tomar unos mates. ¿A quién decís que buscás?– se ataja.
–A Mastrosimone. Salvador Mastrosimone. Aquel jugador de Instituto. Un ídolo del club– le retruco.
–¿Qué es Instituto? No conozco eso. ¿Es un club?– pregunta para engañar. Para hacer creer que no es quien es–. ¿Vos qué viniste buscar? Eso ya está. Ya pasó. Ya no soy ese Mastrosimone. Ahora soy esto que ves acá– dispara.
“Esto que ves acá” es un señor de 59 años. Que está desocupado desde noviembre, cuando lo echaron de un taller de autos Citroën: “En realidad no me echaron, renuncié porque discutí con uno de los jefes”.
“Esto que ves acá” es un tipo que cobra 1.700 pesos por mes de una beca que otorga el Gobierno de Córdoba, a través de la Agencia Córdoba Deportes, a glorias del fútbol cordobés: “Pero qué hacés con eso. No te alcanza para nada”.
“Esto que ves acá” es un tipo vestido con un buzo rojo al que la marca de Citroën se le borró hace rato. Con un gorro de lana negro que amaga con taparle los ojos.
“Esto que ves acá” es un ex jugador que con orgullo cuenta que ese pequeño hogar que siguen construyendo en Salsipuedes lo hicieron mano a mano con su mujer. Con apenas un balde y una carretilla que le prestaron después. Y que lo siguen haciendo todos los días. Un metrito de piso hoy. Terminando el techo de una de las piezas mañana. Metiéndole cemento a una pared del baño cuando se pueda.
“Acá puedo decir que este es mi techo. Es mi casa. Por más que esté como esté, que le falte revocar a las paredes, que esté a medio armar así como la ves... Es mía. La hicimos con mi mujer. Con un balde. Y la seguimos haciendo. Ya la vamos a terminar”, cuenta Salvador, que en Córdoba vivía en barrio Los Bulevares.
Pero se quiso escapar. Porque ya no quería ser el jugador de las fotos amarillentas. No quería ser reconocido. Recordado: “Me vine a vivir a Salsipuedes para que no me conociera más nadie. Y a la semana ya había un par de negros que sabían quién era. ‘¿Cómo andás, Mastro?’, me saludaban de allá lejos. Dejá, si no tengo suerte yo”.
Ya son tres años desde que llegó a Salsipuedes escapándose de los venenos que ofrece la capital: los bares, la mala junta. Marina, esa compañera de fierro con la que lleva 10 años, lo impulsó a comprar un terrenito en la calle Güiraldes. El que pagaron con cuotas de 100 pesos por semana.
“Apenas lo compramos, me vine un día y limpié todo el sitio. Lo dejé impecable. Cuando volví, habían puesto un cartel que decía ‘se vende’... Había limpiado el sitio del lado. Viste, no tengo suerte, ¿no?”, se ríe.
Y no se quiere olvidar de dos personas: los directivos de Instituto José Theaux (secretario general) y Francisco Ruiz (vicepresidente), que lo ayudaron a construir la casa, donándole ladrillos, bolsas de cemento y otros elementos para que Mastro pudiera levantarla.
“Ellos se portaron 10 puntos. Cumplieron con lo que me habían prometido cuando estaban haciendo campaña para llegar al club. En cambio, otro (no aclara quién) me dijo que me iba a levantar la casa en un día. ‘Vos avisame cuando tengas el sitio y yo te llevo un colectivo con obreros para que te la levanten’, me dijo. Pero todavía estoy esperando el colectivo. A Theaux y Ruiz sí quiero agradecerles”, cuenta Salvador. “¿Qué a qué hora me encontrás? Vení cuando quieras, nene. Si soy un desocupado yo. Me vas a encontrar siempre. Menos mal que viniste ahora. Ya son las seis. La tarde está perdida. Ya no puedo ponerme a laburar”, dice, y pide los CJ. “Alcanzame los puchos, que cuando me pongo a hablar de fútbol me pongo loco”.
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Es martes y Marina no está en casa. Se fue a laburar a Córdoba. Salvador mira la tele y acerca una estufita de cuarzo para calentar. “Hace un año y medio pedí la luz y el agua. Pero no la traen hasta acá. Estamos colgados de los ganchos. Como todos. Pero yo quiero pagar”.
“Ves ese de la foto de ahí”, señala a Miliki Jiménez en un recorte del diario La Voz del Interior de los ‘90. “Lee ahí. ‘Ídolo de Instituto’, dice. ¿Podés creer? Tres años jugó en el club. Yo jugué 10. ¡10 años con la misma camiseta! Eso ya no pasa, nene. Eso ya no pasa”.
Mastrosimone es el mismo que alguna vez quiso Boca. Pero que finalmente no lo compró “porque Toto Lorenzo dijo que era muy chiquito de cuerpo”, afirma Salvador.
Salvador Mastrosimone es el mismo que de pibe se crió en Bº San Martín. Y que se hizo conocer con la casaca 10 de Huracán de Barrio La France, donde es un mito realmente. “Pero yo soy de Peñarol. Es el club que más quiero. Siempre lo digo”. Mastrosimone es aquel enganche habilidoso que brilló esa tarde del primero de marzo de 1981, en la 2ª fecha del Metropolitano, ante el Boca de Maradona, en un 2-2 que revive todas las mañanas, cuando camina hacia el centro y patea las piedritas con la fuerza de aquel tiro libre que se le clavó en el primer palo al Loco Gatti. “Dos goles de ese tal Maradona y dos goles de ese que ves en la foto, el viejo de la bolsa”. Así se trata. “No se quiere. Siempre se tira a menos”, lo reta su mujer. Antes, Mastro estuvo juntado dos veces y tuvo siete hijos con los que tiene una “buena relación”. Como con sus ex. “Hasta nos juntamos a comer todos. Está todo bárbaro. Pero mis hijos son mis hijos y hacen su vida. No tengo por qué nombrarlos acá”.
Hoy su vida es Marina. Es la que lo hizo cambiar. A la que le da la tarjeta del banco para que vaya a cobrarle su beca. Es la misma que planea armarle un rincón con todas esas fotos y los premios, una vez que terminen de hacer la casa. “Para que los que nos vengan a visitar vean lo que logró”, le dice.
“La vida es una pelota. Que da vueltas y vueltas. Pero yo siempre estoy acá. En el mismo lugar. Pero sin Marina estaría viviendo debajo de un puente. Ella trabaja en Córdoba y con eso comemos. Lo de mi beca es para ir armando la casita, de a poco. Total, yo no tengo apuro”, reflexiona Mastro, que de vez en cuando recibe la visita de su vieja. Que ya tiene 80 años y vive en la localidad de San Marcos Sud.
Su gran deleite hoy es escaparse los domingos a barrio La France, para presenciar los campeonatos de bochas mientras Marina visita a su familia. “Son dos o tres horitas y nos volvemos. Antes era distinto. Ya me invitan a tomar algo. A comer un asado. Y no volvía más hasta el martes. Por eso Marina me cambió. Ahora estoy bien”, cuenta.
No tiene relación ni diálogo con otros ex futbolistas que supieron ser sus compañeros en la época de Gloria. Cuando había amigos del campeón. “¿Para qué? Si dónde me ven, me piden algo”, ironiza.
Hace tiempo que no vuelve a Alta Córdoba: “Fui cuando me hicieron esa gigantografía. Pero me tuve que pagar el pasaje de Salsipuedes hasta Córdoba. Después un remís hasta la cancha. Terminé gastando un montón de guita al pedo. ¿De qué me sirve esa gigantografía? De nada”.
Por más que la dirigencia le entregó un carné para que pueda ingresar gratis a la cancha, él iba a la boletería y sacaba su entrada: “Yo me pago mi entrada. La gente me veía sacando la entrada y me decía: ‘Sos loco, Mastro. ¿Qué hacés pagando la entrada?’ A mí no me importaba. Yo me pagaba lo mío”.
Acerca a la mesa otro puñado de fotos y recortes viejos de diarios y revistas. “¿Para qué los quiero? ¿De qué me sirven todos estos recuerdos?”, se encula.
Se lo ve de pelo largo. Con la 10 en la espalda. Era aquella época en la que andaba en un Fiat 600 azul. Que era un crack al que todos reconocían. Al que le hacían notas todos los periodistas. Y que también era capaz de venirse en un avión después de un partido en Buenos Aires para ver a la Mona en Rieles. Mastrosimone dice que era ese jugador sin delirio de estrella, que después de cada partido se comía religiosamente un chori acompañado de una cervecita en un puesto que estaba por Calderón de la Barca. “Ahora los jugadores andan en el auto fantástico. ¡Prip! ¡Prip! Tocan la alarma y el auto viene solito hasta ellos. Dejá. Me quedo con mi época. Eso sí que era fútbol en serio”.
Mastro es de esos tipos de barrio que no entraban en ese sistema llamado fútbol que se devora todo. No le gustaban las palmaditas en la espalda. Ni la comida de las concentraciones. El quería jugar. Solamente jugar al fútbol: “¿Dónde estaban todos esos amigos del campeón cuando hicimos la loza del techo de esta casa? ¿Vos te creés que vino alguno?”.
La poca o mucha guita que ganó en el fútbol “la vivió”. Aunque, claro, no es la misma plata del fútbol moderno. “Antes te vendían y el jugador no cobraba una mierda. ¡Qué 20 por ciento! Nada, hermano. Pero yo no me arrepiento de nada. De nada. Todo lo disfruté a mi manera. Si dicen que me vieron en los bailes o tomando algo, era yo. Pero nunca llevé por mal camino a nadie. Siempre anduve solo”.
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“Mirá, esto es lo que quiero hacer yo”, dice y trae un recorte de cuando solía tener una escuelita de fútbol en barrio La France. “Tenía 100 chicos en un baldío. Y les cobraba 50 centavos por día. Eso me gustaría hacer: enseñar a los pibitos lo que yo sé de fútbol”, dice.
Todas las mañanas pasa por un campito cerca de su casa y sueña con que puede armar ahí su escuelita de fútbol, con la ayuda de la Municipalidad de Salsipuedes. “Le ponemos el cartel: Escuela de fútbol del viejo de la bolsa (sic). Salida a clubes de Córdoba. ¿Sabés qué? La llenamos de chicos”, carcajea y muestra los dientes amarillentos por el cigarro.
“Ya te dije. Tenés cara de buen pibe. Vos vení cuando quieras. Tomamos unos verdes y hablamos de fútbol”, dice. Afuera pasa un vecino y lo mira. Tal vez nunca se vaya a enterar que ese viejito que vive en la punta de una montaña en Salsipuedes era Mastrosimone. Salvador Mastrosimone.
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Mastro, un monstruoEs una frase que se escucha en los pasillos del Monumental de Alta Córdoba cada dos por tres. “Vos, nene, porque no lo viste jugar a Mastro. Ése sí que era un monstruo”. Y, claro, la mayoría de los hinchas jóvenes de Instituto que hoy van a la cancha no tuvieron el placer y el gusto de ver a semejante crack, como señalan las crónicas de la época. Salvador nació el 9 de abril de 1953. En el ‘62 llegó a las inferiores de Huracán de barrio La France. En el 75 arribaría a Instituto, club en el que desarrolló la parte fundamental de su carrera.
En la Gloria estuvo hasta 1982, cuando fue vendido al Once Caldas de Colombia (“o Cristal Caldas, como le decían en aquella época. Me quedaron debiendo un montón de guita”). Tras brillar dos años en el fútbol colombiano retornó al país. Estuvo un año parado, y luego volvió a la actividad jugando en Defensores de San Marcos Sud, club del interior provincial.
Allí estuvo cinco años, para luego pasar a Chaco For Ever, donde llegó a jugar B Nacional en 1988. Luego jugaría en Atlético Leones, Matienzo de Monte Buey y se retiraría, a los 44 años, en Defensores de San Marcos Sud.
Salvador era un jugador creativo, muy habilidoso. De potrero. Su pierna hábil era la derecha, aunque los entrenadores le decían que era “ambidiestro”. Su mejor ladero en la Glo fue Raúl de la Cruz Chaparro (“nos entendíamos de memoria”, cuenta).
No sufrió grandes lesiones, por eso mantuvo su físico intacto hasta el final de su carrera. Mastrosimone fue un monstruo. Un rebelde talentoso. Único.
Por Hernan Laurino-Dia Dia.
http://www.diaadia.com.ar/deportes/te-acordas-mastrosimone
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